Sacralizado por Le Corbusier y sus discípulos brutalistas, el concreto fue estigmatizado por su frialdad y carencia de personalidad.
Hay obras de primeras figuras de la arquitectura mundial como Zaha Hadid, Herzog & de Meuron y Steven Holl, que adaptan el maleable material al ambiente.
El hormigón, la piedra líquida que nos rodea y acoge, ha sido admirado, estigmatizado y odiado. Gran negocio —el cemento para producirlo alcanza la cifra de 3.000 millones de toneladas anuales en el mundo (más de la mitad, destinadas a China) y cimienta uno de los mayores emporios globales: se calculan más 100.000 millones de dólares en ganancias este año para el sector—, es un material tan imprescindible como antiguo, presente en formas bastas en las antiguas construcciones de Egipto y Grecia, que explica su éxito y necesidad con la simple etimología de la palabra, del latín formicō (o formáceo), moldeable o dar forma.
Como material básico para la arquitectura de autor, el hormigón ha corrido una suerte zigzagueante. Aunque ya había sido usado para pasmo de los contemporáneos en monumentos como la cúpula del Panteón de Agripa, construida entre los años 118 y 125 y edificada con opera latericia (hormigón con ladrillo) y la mayor del mundo durante siglos con 43 metros de diámetro, sólo a finales del siglo XIX, con la difusión del Cemento Portland —conglomerante hidráulico que, al ser mezclado con áridos, agua y fibras de acero forma una masa pétrea resistente y duradera— comenzó a ser el material de construcción más usado.